Impensado. “Tango Argentino” reventaba las salas de teatro en Nueva York a fines de 1985. El “Times” escribía: “Supongamos que uno quisiera montar un fracaso en Broadway y anduviese a la pesca de malas ideas. ¿En qué podría uno pensar? Qué tal esto: un grupo de quince bailarines argentinos, entrados en años y a veces en kilos bailando ese viejo y decadente favorito, el tango. Agreguemos cuatro cantantes llorando sus penas en español, con una orquesta cargada de bandoneones, y la marquesina bien puede decir Desastre (...) Pero la razón no siempre prevalece en Broadway, donde audiencias a sala llena han transformado a "Tango Argentino" en el éxito sorpresivo de la temporada”.

Con ese trasfondo de gran éxito, en un hotel repaquete de la Quinta Avenida se oyó a un gordito embroncado salir de su pieza olorosa de fritura para gritar en medio del pasillo: “diganlé a ese viejo maniático que si quiere tango a las diez de la mañana que lo baile él...!  ¡Ah! Y si me quiere ver a mí que venga al teatro”.

Ese “viejo maniático”, que conocía el espectáculo, había tocado a sus contactos mundiales para que le concedieran una función especial de “Tango Argentino” esa mañana la que, por postas razones, además sería gratuita. Pero el mismo gordito, a los gritos, advirtió: “¡Y diganlé que gratis no bailo para nadie!”  

Y el gordito de 128 kilos no bailó para el “viejo maniático”. Claro que no sabía que le gritó a un peso pesado de la época: nada menos que el Secretario de Estado norteamericano y no uno de cuarta: Henry Kissinger, capaz de mandar los tanques a resolver sus temas cada vez cabronaba.

Kissinger la dejó pasar y el gritón se salvó. Era Virulazo, o Jorge Martín Orcaizaguirre, duro de boca como puede tallar un varón del conurbano porteño –San Justo-, que se hizo bailarín en 1952 al ganar un multitudinario campeonato de baile de tango auspiciado por chocolates “Águila” y que bailando llego al último día de su vida el 2 agosto 1990.

Duro de boca te batió Tomás. Juná cuánto: dijo de Rodolfo Valentino que “fue un caradura, no sabía bailar”; de Tito Lusiardo, que es “un buen comediante, pero como bailarín, un adefesio; bueno, estuvo con Gardel, ¿quién lo iba a discutir?; a John Travolta, lo calificó de “mariconazo”, aunque no se olvidó de destacar como el mejor bailarín de tango que vio a “Petróleo, lo conocemos algunos, sólo los que vamos a las milongas”.

Y aclaraba: “yo soy profesional porque me pagan, pero en el fondo sigo siendo amateur, no me ajusto a una coreografía, eso lo hacen los bailarines y yo soy milonguero, uno de los pocos que bailan tango-tango, por eso me llaman de todas partes”.

Así como fue amateur, desbocado, cabrón y cargado de kilos, Virulazo dejó mucho para aprender.

Encarnó, sin pinta ni físico, lo compadrón que hay que ser para brillar en el dibujo de un baile de alarde como es el tango. Lo hizo a lo varón como lo requiere esta danza: sin querer ser más que la mujer. Llevándola, con cuidado, con seguridad, con autoridad dirían algunos, para que ella vista a la pareja de la preciosura, el adorno, la belleza y la sensualidad que le encarga el tango bien bailado. Y su hombre.

-Foto: Virulazo, mas joven, con Elvira su pareja del éxito-

 Gracias "Todotango.com" y "Pagina/12" por datos extraídos de sus páginas.
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