Un fenómeno que ofició de bisagra en la historia de la Argentina como el tango no hubiera sido con una cuna distinta a la que tuvo: los quilombos. Por lo menos así lo sostienen algunos de sus prestigiosos investigadores con más peso histórico que el de las voces que reniegan de este origen prostibulario.

“Otro podría haber sido el destino del tango de no haber recalado en los quilombos ya que compositores cultos, como Francisco Hargreaves o Julián Aguirre, lo habrían convertido en música de concierto antes que terminen los años 1800" rescata Gustavo Varela en “Mal de tango”, por definición del estudioso Roberto Selles en 1998.

Desde ya, el hecho de que músicos sinfónicos hayan reparado en esa posibilidad muestra que la riqueza musical del género, frondosa, variada, invalorable y conmovedora del sentimiento, hubiera alentado, permitido, su encaminamiento hacia la llamada "música culta".

Pero su nacimiento en un ambiente arrabalero, espeso, promiscuo, pendenciero, reo, lo marcó. En sus primeros años, 1880 a 1900, el tango se ejecutó subrayando el ritmo con al acentuar el primer compás –el conocido “marcado”-, para reflejar su naturaleza varona, compadrona, de alarde, marcada por los malevos frecuentadores de los prostíbulos. Casi como formando parte del decorado del lugar, lo rascaban tres empeñosos “orejeros” de guitarra, flauta y violín que no sabían ni una de pentagramas.

El tango era una fiesta; se lo tocaba para la diversión. Así lo testimonian sus primeros títulos y varias letrillas donde lo más audaz, lo más subido, lo prohibido era protagonista. “Afeitate el 7 que el 8 es fiesta” (Antonio Lagomarsino), “El fierrazo” (Carlos Macchi), “Metele bomba al Primus” (José Severino), “Empujá que se va a abrir” (Vicente La Salvia) y “Tocame la carolina” (Bernardino Terés) entre muchos otros títulos -muchos-, hablan sin necesidad de agregar más sobre el origen del género.

Sin embargo, el tango no se durmió en lo que hubiera sido la fácil, sobrevivir en las calles de barro y farol donde despuntó, el quilombo, los títulos prohibidos, las grelas milonga, la sencillez de la guitarra, flauta y violín. Con unos cuarenta años de edad, en 1920, deja atrás todo eso para abrazarse al tango canción.

Juan Carlos Cobián y Enrique Delfino fueron sus exquisitos motores; Cobián en 1924 pianta a Estados Unidos atrás de una pollera y le deja su sexteto a Julio De Caro con el camino señalado: sería “la Guardia Nueva” del tango. El primer compás dejaría de ser marcado, para que la melodía tomara el protagonismo musical y endulzara al amor y la melancolía que se hicieron carne en las letras tangueras.

Nació en los quilombos, pero a pesar de los compositores “cultos” el tango no se subió al escalón de lo sinfónico y optó por sacudirse el malevaje para tomar como fuente de inspiración a la mujer, pareja o madre. Dejó atrás “El Fierrazo” para acariciar con, por ejemplo, “Oigo tu Voz”. Y sigue siendo popular y no desea otra cosa que ser popular.