Confió Ángel D´Agostino, director de orquesta que vivió en Buenos Aires del 1900 a 1991, solterón y escolaseador para más datos que “soy milonguero, siempre lo fui, en el mejor sentido del término; fui buen bailarín y trabajé acompañando a los mejores, como “El Mocho” y “La Portuguesa”, también a Casimiro Aín –el de la leyenda Vaticana sin documentos-. Así que –siguió D´Agostino- formé mis orquestas con dos conceptos que jamás abandoné: respeto por la línea melódica y acentuación rítmica para facilitar el baile.

Calzando este cartel de proveedor de música para bailar y sabedor de los secretos de la danza del tango –la “Danza Maligna” según Horacio Pagano-, Ángel D´Agostino sentenció que después de tantos años de ver bailarines y encerados “El Mocho" era el mejor, un cajetilla que no necesitaba coreografía y era la representación más auténtica y más acabada de un milonguero” afirmó.

Rescataba a David Undarz, “el Mocho”, citado en el tango "Adiós Arrabal" en versión de D´Agostino-Vargas cuando dice: …el Mocho y el Cachafaz/ de la milonga porteña/ que nunca más volverá…”.

Fue “el Mocho” porque le faltaba un dedo. Y alcanzó en el cabaret Royal de la calle Corrientes -entre Suipacha y Esmeralda, después el teatro “Tabarís”- la cumbre de su renombre, aunque también bailó en los teatros en los años ’20.

Con su mujer como compañera de baile, Amelia, o “Amelia la Portuguesa”, formaron una de las parejas a ir a ver durante el auge de los cabarets porteños entre 1915 y 1930. Cuentan que su estilo partía de la improvisación aunque, por la categoría de los salones en los que se presentaban, los Undarz introdujeron técnica coreográfica para avanzar en la estética de sus presentaciones.

La historia de la danza del tango relata que “el Mocho” y su pareja mostraron la esencia de este baile: el lucimiento de la mujer a partir de sus movimientos y expresión, mientras la postura elegante y la marca segura y sutil de los desplazamientos de la pareja quedaba a cargo del hombre. Que de esto se trata.

“El Mocho” y su mujer, nacidos en Avellaneda y muertos en Córdoba de tuberculosis, dos nombres entre otros empolvados en las estanterías del recuerdo.