Lo conocí en los ´90 en la Sala de Periodistas de la Casa de Gobierno, todavía sin asimilar el calibre de poeta que extendía su mano para saludarme, como si yo, por mi oficio de escriba, fuera un igual...

Encima, tampoco él contribuía a que uno se diera cuenta de la carga artística que cada centímetro de ese cuerpo flaco rematado en cabellos blancos exudaba: era uno más del grupo en el que se encontrara. Se preocupaba por mostrarse jovial: fueron típicos sus blazer azules como paragolpes contra el paso del tiempo, el “oscuro enemigo que nos roe la sangre” según Baudelaire.

Nada menos que Enrique Cadícamo. Que visitaba la Sala de escribas de la Rosada citado al lugar por Enrique Bugatti, de Clarín, autor de, entre otras letras tangueras, “La Rosada” y “Milonga pal´ presidente”, y nuestro decano, Roberto Di Sandro, con quienes compartió amistad. Allí, en la Sala, o en el sillón triple frente al acceso al recinto hablaban de tango, de letras de tango, de personajes y de anécdotas del tango.

A nada menos que Enrique Cadícamo tuve enfrente dialogando conmigo. Y no llegué a medir en ese momento su estatura de poeta, apabullado por el vértigo de la noticia. Por las urgencias impostergables del trabajo periodístico.

Poco tiempo después moría: el último 3 diciembre anterior a la llegada del año 2000. Como si no hubiera querido dejar atrás el siglo que vivió casi enteramente –nació el 15 de julio del 1900- y en el que dejó su producción letrística para el siempre del tango. Moría, sin darme tiempo a decirle mi admiración. ¡Qué deuda!

Dice José Gobello –en Todotango.com- que Rosendo Luna y Yino Luzzi fueron los seudónimos que usó Enrique Domingo Cadícamo, después de haberse iniciado en la poética con “Canciones grises”, en 1926. Dice ahí: “El Pigall ha quedado desierto y bostezando, / enmudeció la orquesta sus salmos compadrones, / las rameras cansadas se retiran pensando / en sus lechos helados como sus corazones”. Siguieron los poemarios “La luna del bajo fondo” (1940);  “Viento que lleva y trae” (1945); la novela, “Café de camareras” (1969) y “El desconocido Juan Carlos Cobián”  (1972).

Recuerda Gobello que el primer tango de Cadícamo fue “Pompas de jabón”, con música de Roberto Goyheneche -no el cantor-. Fue el primer tango, de una lista de veinte, que le grabó Carlos Gardel y fue también, Cadícamo, el autor del último tango que el “Zorzal” grabó en la Argentina el 6 de noviembre de 1933: “Madame Ivonne”. Al otro día dejó Carlitos dejó por última vez la Argentina embarcando en el Conte Biancamano con destino a Francia.

Siguieron montones de letras de tango, entre ellas joyas como “Che papusa, oí” y “Anclao en París” y “Tres esquinas” que refirió al café llamado así en el cruce de las avenidas Montes de Oca y Osvaldo Cruz, en el barrio de Barracas.

Otros títulos son, casi nada, “Muñeca brava”; “Cruz de palo”; “De todo te olvidas”; “Niebla del Riachuelo”, “Pa’ que bailen los muchachos”, el enorme “Los mareados” y “Garúa”, estos últimos tres, grabados por Aníbal Troilo con la voz de Francisco Fiorentino.

Sí que deuda la mía, estar frente a él y no haber expresado mi admiración al maestro Enrique Cadícamo.

A once años de su deceso, van estas líneas como recuerdo de uno de los poetas del tango que tomó la posta letrística en las alturas de Homero Manzi y Pascual Contursi.