Milonga 1En un extremo del salón ella embolsó sus hermosos zapatos rojos de tango y, con el tapado ya abotonado, carga la cartera y se dirige con paso rápido a la salida. Parece querer ganar tiempo a la fría madrugada que hace horas se instaló.

Desde la otra punta del recinto, él se aproxima a la salida.  Enfundado en su sobretodo compadrón, el cuello levantado. Los zapatos son los de tango: negros, mitad charolados, taco francés. Su vista puesta en la puerta de salida, disimulada ésta atrás del infaltable cortinado de colores y texturas fuertes que parece resguardar a la milonga de las ansiedades de la calle.

De pronto, irrumpe en los amplificadores, punzando todos los rincones del salón, la orquesta de Ricardo Tanturi regalando “Oigo tu voz”. Canta, Enrique Campos.

Los dos coinciden casualmente en la mirada. Y en fracción de segundo se transmiten el mismo mandato. Él, sin dejar de mirarla, hace girar el dedo índice que sale del puño apuntando hacia abajo. Ella sonríe. Deja la cartera y la bolsa con los zapatos sobre la mesa más cercana.

Enfundados en tapado, bufanda y sobretodo incluidos, se juntan en el abrazo tanguero. Las pocas parejas que a esa hora quedan en la pista, los miran y sonríen, cómplices. Los dos comienzan a bailar. Y no hay incomodidad ni molestias.

El sentimiento, la fuerza y la pasión del tango, no saben de ropaje.

La voz, bien de varón en rara mezcla de potencia y melancolía de Campos, el cantor, y el paisaje romántico que expresa la orquesta de Tanturi, derraman dulzura mientras el tango transcurre. Chan, chan.

Los dos se sueltan, un beso en la mejilla de uno y de otro. No se dan las gracias por el momento que han compartido, están sobreentendidas.

Ahora sí, encaran hacia la salida. Ella aborda el taxi, ya cansado de esperar frente a la puerta. Él, enciende el cigarrillo. Aspira la primera bocanada, vuelve a levantar el cuello del sobretodo y empieza a caminar, lentamente, su retorno en la madrugada.