Alrededor del 1900 la Argentina importaba unos dos mil quinientos pianos por año. Se traían al país más pianos que máquinas agrícolas precisó hace unos años el periodista Fernando García Della Costa. Algunos de estos instrumentos, los menos, fueron al Colón, a distintos teatros y a clubes importantes; los más, a las casas paquetas como las de de la avenida Alvear y a los quilombos porteños a musicar tangos.

Con su demanda tanguera, estos pianos testimoniaron la espiral de popularidad del género en la época: sus ochenta y ocho teclas incorporadas a las hechuras de un tango cantaron el fenomenal enriquecimiento de sus formas de composición teniendo en cuenta que, en los ambientes espesos del arrabal de donde venía, esa composición había estado a cargo de elementales orejeros que buscaban conformar a los compadritos cuando ensayaban sus pasos de baile.

Esta jerarquización musical del tango, que se continuó componiendo para los bailarines ya sea en instrumental o cantado, le abrió a sus pentagramas las puertas de las mismas casonas de la avenida Alvear que compraban los pianos, también de las clases medias y, curiosamente, del conventillo.

El tango era pueblo. Se cantaba, se bailaba y se silbaba en la calle.

Tan pueblo, que casi de una manera épica traspasó las puertas de los quilombos hasta convertirse en un fenómeno que alcanzó a Europa y Estados Unidos identificando culturalmente a la Argentina.

Tan pueblo, que su embellecimiento musical y estético para la danza que lo llevaría al apogeo, no fue otra cosa que el reflejo del crecimiento cultural y económico de todos los niveles sociales de esas épocas. Una sociedad y una música que se empardaban en los esfuerzos para ser mejores.

Pocos días antes morir en diciembre de 2014 Horacio Ferrer, el hasta hoy último gran poeta del tango, en una entrevista periodística entrevió el futuro del género como reservado a una “élite”, en coincidencia con el pensamiento del maestro Rodolfo Mederos. No son opiniones para dejar pasar nomás y según ellas los objetivos cambiaron drástica e impiadosamente para una música nacional y a la vez Patrimonio Cultural de la Humanidad.

El tango, ¿de música del pueblo, a un destino de convertirse en música de “élite” ajena a lo popular? La respuesta la tienen los sociólogos, pero antes los compositores. Porque la Argentina necesita volver a comprar muchos pianos.

Foto: los directores de la llamada época de oro del tango: (de derecha a izquierda) Juan D´Arienzo, Francisco Canaro, Julio De Caro, Osvaldo Fresedo y al fondo Rodolfo Biagi.