El mítico salón a pleno. La máquina de clausurar milongas esa noche no pasó. Cánning sábado a la noche. Los tangos, valses y milongas acarician los oídos de los concurrentes. Además, las imágenes que arriman las letras de esos mismos tangos, valses y milongas le hacen mimos al alma, de bailarines, de invitados y de simples curiosos.

Tomás, raro en él, está sentado en una mesa pegada a la pista. Con mucho que aprender en la milonga, le viene bien. Para confirmar lo que es un arte que sólo ejerce el bailarín consumado: el tiempo y distancia en los desplazamientos con pista llena, medidos con precisión quirúrgica. Al que no baila el tango, este fenómeno le puede pasar desapercibido si no fija la vista para admirarlo.

En otra época, sólo los diplomados en el arte del baile de tango tenían derecho a moverse en las filas externas de la pista. Los troncos, al diome, adentro en la pista: fue ley.  Los “buenos” eran los autorizados a bailar pegados a las mesas: no hay que rozarlas para no voltear la botella de champagne burbujeante, que es como florero en las mesas milongueras. Hay que medir los movimientos muy finito para conseguirlo. Aunque las mesas es lo de menos.

Bailar, sin siquiera rozar al de al lado, al de adelante y al de atrás. Al mismo tiempo, el varón, improvisar las figuras de baile y marcar a la mujer lo que busca en la improvisación; también en cada caso olfatear, si se puede decir así, si la compañera de baile necesita más o menos espacio para sus desplazamientos.

Hacen falta kilómetros de pista recorridos en las milongas para lograr eso: la precisión quirúrgica que demanda el tango bien bailado. El que al hacerlo no encima ni roza a los demás. El que no le rompe el clima a otro, si lo toca o empuja bailando. El que ha bailado tango, sabe lo que “duele” que le rompan el clima en medio de una pieza.

Dicen los veteranos que al milonguero hecho, debe alcanzarle la superficie de cuatro baldosas para bailar si la situación de la pista lo demanda. Aunque a muchos de otro palo parezca exagerado, la sentencia es certera.

Con pista llena, girando las parejas en sentido contrario a las agujas del reloj, él marca el giro presintiendo el movimiento de los que lo rodean: debe calcular si avanzarán o retrocederán o encararán a los costados. Con ese cálculo, él decide y marca el giro y es eje de esa figura; ella gira por el lado de afuera del abrazo y, por cuestión de milímetros, no afeita la tela de la pollera de la que baila al lado. Un fenómeno… de precisión quirúrgica.

A Tomás se le pasaron como cuatro tandas mirando a “los buenos” bailar finito en el tiempo y distancia. Le falta para conseguirlo. Cristina, lo mira desde su mesa como diciendo “en qué órbita estás, vamos a bailar neneeee”. A buscarla va Tomás. Y él todavía no tiene bisturí: por eso de la precisión quirúrgica… ¿no?