Noche porteña 2016. Milongueros, hombres y mujeres, llegan al salón de baile. A pesar de todo, pagan la entrada y se ubican en la mesa indicada. El ambiente es incómodo. Más que eso: agobia.

Mujeres que cumplen con el rito de siempre, cambiar los timbos de calle por los de bailar tango y suman otro que estos tiempos de Buenos Aires ya no falta: sacar los abanicos de las carteras. El abanico, un rasgo de femineidad en todas partes menos en la milonga donde hace rato se ha perdido como chuchi-elemento: son muchos los hombres que pelan ese cusifai de sus bolsillos para tenerlos a mano toda la noche.

Se largó la música y los primeros se animan a la pista. A medida que avance la noche se sumarán cada vez más parejas… el ambiente será más incómodo, más agobiante…

Pero al milonguero no le importa. Sublimará en la entrega a la música, a su pulsión por el baile y en muchos casos al sentimiento, esa  transpiración que brota sin remedio. Son pocos, hombres y mujeres, los que en la milonga subordinan sus ganas de bailar a la incomodidad y al agobio.

Se danza en la milonga con treinta y seis coma dos grados de temperatura. En muchas, con un aire acondicionado mezquino y en otras sin eso siquiera.

Únicamente un milonguero, hombre o mujer, pueden sobrellevarlo. Aunque no puedan explicarlo. Verano en Buenos Aires 2016, se baila en la milonga con treinta y cinco coma dos grados… aunque no pueda explicarse.

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