A partir de ahora una estatua de Horacio Ferrer en la avenida De Mayo al 800, vereda de la Academia Nacional del Tango a la que creó en 1990, recuerda que a pesar de los cambios inexorables que asocia lo moderno, Buenos Aires y los porteños no agotan su magia como musas de poetas y de tangos.
Hablar de poetas y tango es hablar de Ferrer, que fue hasta el 21 de diciembre pasado cuando partió, un emblema de este binomio de palabras y música cuya antorcha alzaron antes Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo, Enrique Cadícamo y Homero Expósito.
A Ferrer le tocó escribir tangos en medio de los sacudones que produjo la tecnología en los últimos cincuenta años. Si los grandes poetas y letristas de la época de oro pudieron escribir en un café, olvidados del tiempo y acompañados por copas de whisky y tabaco fuerte, hoy, que la vida pasa por una pantalla de computadora y regida por las dietas, escribir buenos tangos requiere de un hito referencial. Es Horacio Ferrer y su obra contemporánea, que no pueden saltear todos aquellos que aspiran a hacer poesía urbana.
En su pluma se encuentran casi todas las revoluciones de la letra porteña de estos tiempos: lenguaje de hoy, imágenes y figuras literarias que sorprenden hasta para que tengas y una renovación de la lunfardía que da para la envidia como por ejemplo, en su “Romancero Canyengue” de 1967.
Si “Balada para un Loco” y “Chiquilín de Bachín” fueron los temas sensación que lo proyectaron formidablemente junto a Astor Piazzola a fines de los ´60, qué puede decirse entonces de “Balada para mi Muerte” y la operita “María de Buenos Aires” poéticamente muy superiores a las anteriores.
Horacio Ferrer fue, como casi todos los poetas, un bohemio. Pero, como pocos poetas, también pudo ser un dandy después de tapizar con bellas palabras al Buenos Aires que hizo suyo en su continuo saltar ida y vuelta el Río de la Plata hasta su paisaje natal, Montevideo.
Fue un bohemio porque no dudó en declarar amor a quien sería su mujer en el bar “La poesía” de San Telmo, ni en dejarse escrachar -foto- con un muchacho del tablón en la cancha, como este coso, Tomás Buenos Aires.
Y fue dandy porque amó vivir hasta su muerte en el octavo piso del Alvear Palace Hotel junto a Lulú su mujer; porque adoptó como hábito ese moño que identificaba su ser especial y porque no olvidaba cada día renovar el clavel rojo que acompañaría su jornada desde el ojal del saco.
En “La última grela” –grela en sentido de mujer milonga- escrito por pedido de Aníbal Troilo, dice Ferrer: “Del fondo de las cosas y envuelta en una estola/ de frío, con el gesto de quien se ha muerto mucho/ vendrá la última grela fatal canyengue y sola/ taqueando entre la pampa tiniebla de los puchos. “Despedirán su hastío, su tos, su melodrama/ las pálidas rubionas de un cuento de Tuñón/ y atrás de los portales sin sueño, las madamas/ de trágica melena dirán su extremaunción./ Y un sordo carraspeo de esplín y de macanas/ tangueándole en el alma le quemará la voz/ y muda y de rodillas se venderá sin ganas/ sin vida y por dos pesos, a la bondad de Dios”.
Por esta hondura, por esta melancolía, por esta capacidad de decir desde las entrañas, Tomás Buenos Aires eligió a Ferrer para convertirlo en el protagonista principal del capítulo que cierra “Danza Maligna”, su libro que en pocas semanas más te va hablar de la danza de la provocación y el instinto, la danza del tango.
Horacio Ferrer que murió aquí un domingo por la tarde adelantó muchos años la despedida de sus seres queridos, su ciudad y su gente con la “Balada para mi Muerte” que dice así:
“Moriré en Buenos Aires será de madrugada/ guardaré mansamente las cosas de vivir/ mi pequeña poesía de adioses y de balas/ mi tabaco, mi tango, mi puñado de esplín”./Me pondré por los hombros, de abrigo, toda el alba/mi penúltimo whisky quedará sin beber/llegará, tangamente, mi muerte enamorada/yo estaré muerto, en punto, cuando sean las seis./Moriré en Buenos Aires, será de madrugada/que es la hora en que mueren los que saben morir./Flotará en mi silencio la mufa perfumada/de aquel verso que nunca yo te supe decir”.
Horacio, te equivocaste: tus versos para Buenos Aires y su gente no te dejan morir.