Los vínculos entre Buenos Aires y París por obra del tango, han sido y son más frondosos de lo que comúnmente se conoce o se estima.
Si en la actualidad en Francia hay escenarios para el tango, si hay milongas allá para que la gente despunte la atracción irresistible del abrazo en el baile y si esa movida se percibe habitualmente en los salones milongueros porteños donde los turistas y residentes franceses son legión, esto es una derivación natural de la fuerza con la que el género llegó y penetró en los salones parisinos, envuelto en el glamour de lo prohibido que enloqueció a los franceses.
En su libro, “Historia del Baile”, Sergio Pujol describe cómo el tango se abrió paso para quedarse en esas tierras tan distintas de la Argentina. Fue el comienzo de lo que puede calificarse como una verdadera epopeya del género en Francia.
Aquí va la primera de una serie de notas que, con fragmentos tomados del libro citado, resaltarán la comunión que desde principios del siglo anterior reúne a porteños y parisinos tras el ronquido de un bandoneón y el serpenteo de los que bailan el tango:
“Bajo el título “Tangue”, “Tango”, una nota de la revista PBT –21 de enero de 1911- avisa a los argentinos: ´en París bailan el tango. ¿Dónde? En los salones más aristocráticos. ¿Quién o quiénes? Las señoras más distinguidas y los caballeros más elegantes´.
El baile como símbolo de un país en el mundo: la Argentina agrícola, ganadera, saludable en sus carnes y en sus cargas de trigo fresco, monumental en su arquitectura capitalina con la que acaba de festejar su primer centenario de vida independiente, ha sido tomada para la chacota. Con ella se baila pero no se piensa.
El complejo de inferioridad, reverso paradójico de la megalomanía nacional, vuelve a atacar a varios argentinos. Y en especial a los argentinos de la pluma y la palabra.
Hay un país mejor que el de Bernabé Simara –un gran bailarín de tango y de los primeros en hacerlo en París y Europa- argumentan Enrique Larreta y Leopoldo Lugones, los cruzados de la campaña antitango. El autor de Lunario sentimental no dudará en descargar contra la danza porteña las peores comparaciones: “es un lagarto de lupanar” escupe con furia patriótica.
Larreta, por su parte, como embajador argentino en Francia, desplegará su poder diplomático para enfrentar la tangomanía. Está fuera de sí: ¿acaso el triunfo del tango en Europa significa reconocer el rostro cosmopolita de la Argentina, en detrimento de sus profundas raíces españolas y criollas?
“En Buenos Aires el tango es una danza exclusiva de casas de mala reputación y bares de más baja categoría” explica Larreta, como si eso le preocupara a la mayoría de los franceses. “Nunca se baila el tango en los mejores salones ni por personas distinguidas. La música de tango suscita sentimientos verdaderamente desagradables en los oídos de los argentinos”, pontifica.
Y hace una observación que, años después y con otra entonación, corroborará el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo: “no veo ninguna diferencia entre cómo se baila el tango en los elegantes salones de París y en los más bajos lugares nocturnos de Buenos Aires”.
También una parte de París reacciona contra el baile indecente que es novedad y manía, sobre todo entre las mujeres. Pero lo que Larreta no sabe, o si lo sabe decide callarlo por pudor diplomático, es que en París la mejor prueba de éxito de una novedad fue siempre el escándalo. Antes del escándalo nada; después del escándalo todo”.
Nada entusiasma más a las francesas que esa campaña moralizante contra la música de los bárbaros sudamericanos. Quienes han puesto los ojos en los pies de los que danzan se han convertido, sin saberlo, en buenos propagandistas de lo que critican.
El vaivén de amor y muerte llamado tango, se ha puesto en marcha”.