"No digan a nadie, pero a nadie che, dónde estoy. A vos, uno de los muy pocos que me saben todo, puedo decirte que tuve mala suerte y que, si Dios quiere, voy a salir pronto. Mientras, escucho tangos por la radio y espero sobre todo los de Angelito Vargas. Ni se te ocurra decirme que querés venir a visitarme. Un abrazo, Carlos”.
Estas líneas fueron escritas por unas seis o siete décadas atrás, es decir en los años del apogeo del tango. El apellido de Carlos lo guarda la tinta de los recuerdos. Alzó cartel de bailarín de meta y ponga como lo marca haber sido uno de las últimas parejas de baile de Carmencita Calderón, compañera del “Tarila” y “el Cachafaz.
Como todo el que tiene un mínimo de café, esquina y milonga se puede imaginar, Carlos escribió la carta desde la gayola, desde la cárcel de Villa Devoto brava en aquella época. Tiempos en el que estar en cana no era para aparecer en la tele con micrófono y todo festejando choreos y boleteadas y en cambio sí, para avergonzarse al extremo de que el remitente de las cartas enviadas por los presos lejos de precisar números de planta y pabellón, piadosamente sólo indicaban Bermúdez 2651, dirección del viejo penal porteño del que en la última década no menos de tres veces se anunció su desactivación...
Carlos es un emblema de lo que fue el prototipo del milonguero de los años ’30: con el virtuosismo suficiente para acompañar a las mejores bailarinas del momento y con la malicia propia del vago, burrero, escolaseador y hasta punga que con frecuencia atendía a los “distraídos” en las milongas. Tuvieron el ingreso prohibido en muchos salones tangueros.
Dice Tono Gallesio en su página “maneracorrectadeabrazareltango” que “el milonguero o milonga fue -¿es?- un habitué del matiné, vermut y noche, que no laburaba o por lo menos no se le conocía un oficio o empleo. Personaje de buena parada, buen abrazo y baile con sello propio que vivía -¿vive?- de las minas”.
Con esos prontuarios algunos fueron a parar en gayola y otros zafaron de puro vivos con la ligereza que da el ser criado en la franqueza brutal que propina la calle.
Unos y otros fueron parte protagonista de la rara mistura que fue la milonga en los años excluyentes del tango. La mistura todavía existe, aunque con el tono de lo de hoy.
Así que a todos los que aspiran –Tomás incluido- a calzarse el cartel de milonguero, la carta de Carlos desde Devoto Bermúdez 2651 xatamente, les pasa el dato posta de la carga de la historia que arrastra ese rango. Dice Tono que para algunos que no conocieron aquellos tiempos, el ser catalogado como milonguero es casi como “un título de nobleza” y agrega: “mejor los avivamos”.
Milongueros de antes, su malvivir con el tiempo fue disimulado por el pintoresquismo de esa raza de muy buenos bailarines y amantes, por lejos, de la guita fácil.
De costumbres y lealtades: los amigos juntaban guita entre toda su mersa brava, para que al salir de la gayola estos milongueros o no milongueros tuvieran para vivir hasta que encontraran algo antes que un “distraído” lo perdiera.
La milonga "Un baile a beneficio" (La podrida), con música de Juan Carlos Caccaviello y letra de José Fernández, cuenta una de las maneras de reunir morlacos para el que dejaba de estar guardado.
¡Gracias Tono Gallesio!