Tomás se queda frío cada vez que escucha a quienes, palabras más palabras menos, sostienen corajuda y públicamente que “a medida que el tango baja a los pies se empobrece artísticamente” mandando fruta al baile. No son muchos, unos son puristas, otros académicos y también hay músicos y cantores. Pero como Tomás ya te lo batió antes postamente, también son ingrato
En período milonguero adictivo, Tomás se calienta al escucharlos y por eso y se va a buscar en las cajas de zapatos los recortes de diarios y revistas que guarda con parla sobre tangueros. Encuentra y lee:
“Con el título ´¡Tangue! ¡Tango!´ la revista ´P.B.T.´ anunció a los argentinos en 1911 que ´en París bailan el tango. ¿Dónde? En los salones aristocráticos. ¿Quiénes? Las señoras más distinguidas y los caballeros más elegantes´”, rescató Sergio Pujol en su libro “Historia del Baile”.
Ni la muerte por tuberculosis de Eduardo Arolas –un alma en pena caminante en el Montmartre-, ni el éxito de Carlos Gardel, ni el de la orquesta de Osvaldo Fresedo en el Ópera de París, enfrían la fiebre del baile. La tangomanía franchuta es un fenómeno que tiene dueño: la danza. Y los protagonistas que integran ese exótico segmento de las exportaciones argentinas desde hace más de un siglo, son los bailarines de tango. En esa época, Bernabé Simara, Casimiro Aín y Enrique Saborido entre los más conocidos.
Estos compadres son más seguidos por los franchutes que el repaquete Enrique Larreta, embajador en Francia y representante argentino comisionado para una feroz cruzada antitango. A Larreta se le pifia hasta la corbata cuando vocifera públicamente que "no veo ninguna diferencia entre cómo se baila el tango en los elegantes salones de París y en los más bajos lugares nocturnos de Buenos Aires". Era el eco de lo que voceaban los círculos intelectuales y políticos argentinos: no bancaban que en lugar de sus letras, artes y su crecimiento vigoroso, el país fuera representado en Europa por una danza provocadora del arrabal.
Pero lo que el escritor y embajador argentino no supo o no quiso saber, es que en París la mejor prensa para garantizar un éxito robusto es el escándalo. Nada excita más a las francesas que esa campaña moralizadora encarada contra la música de los malevos del fin del mundo. La danza del amor, lo prohibido y la sangre llamada tango, tiene certificado de buena salud.
Tan buena salud adquiere en Europa, que rebota hacia Buenos Aires y asienta la base de lo que será el apogeo tanguero de los ´30, ´40 y ´50. Nada menos.
Setenta años después y durante casi una década, el tango baile metió miles de gringos en los teatros de Broadway y -de vuelta- en París con “Tango Argentino” en una puesta de Claudio Segovia y Héctor Orezzoli. Mojaron también en esa patriada la sabiduría coreográfica de Juan Carlos Copes y la música, las voces y baile de los principales referentes argentinos del género. La propuesta artística de “Tango Argentino”, fue la danza. Se pagaba la entrada para admirar a las parejas de baile desplazándose en alarde de destrezas sobre los escenarios.
Tan de la danza fue esa propuesta exitosa que esta vez el rebote hacia la Argentina tuvo otra característica: revivieron las milongas. Sportivo Buenos Aires, Sin Rumbo, Los Andes, Almagro, Mariano Acosta, Gricel, después Cánning son algunos de los nombres que integran la lista de salones milongueros que se abrieron a fines de los ´80 en Buenos Aires, con la fuerza de la danza convertida en noticias que llegaban de Estados Unidos y Europa. Piazzolla fue otra cosa y también hay que agradecerlo.
A cien años de sacudir París y a unos treinta de hacerlo en Estados Unidos, son las mismas francesas, norteamericanas y otras gringas pero de esta época, las que en las milongas porteñas siguen dando testimonio de que el baile de tango no envejeció y por sus venas sigue corriendo ese glamoroso elíxir que convoca al amor y lo prohibido: ellas vienen a bailar y a que las bailen.
Por eso, como Tomás ya te lo batió postamente, no hay que ser ingrato: la danza es la primera de las tres patas del tango y la que lo rescató dos veces del olvido. Vos sabés. A Tomás, en período milonguero adictivo, que no se la vendan cambiada.